Madre e hijos Marc Chagall

Querida amiga,

Ahora te toca a ti pasar por esto, por decir a tus hijos lo que te ocurre. Y me preguntas cómo lo hice; cómo, por lo menos desde fuera, parece que todo transcurrió con tanta normalidad. No sé de muchas experiencias, la verdad. Sé de la propia, que ya es mucho, aunque nunca es suficiente. A mí me tocó a una edad ‘cómoda’, ya sabes, cerca de la menopausia, con hijos crecidos y un trabajo de autónoma que creía consolidado, aunque de esto ya te contaré en otra ocasión. Y noté que era ‘cómoda’ cuando al principio del tratamiento empecé a encontrarme en la sala de espera del hospital a mamás que acudían a las citas con sus hijos, pequeños o mayores, o que les llevaban a sus sesiones de quimio. Yo pensaba: “¿No tendrán con quien dejarlos? Vaya sitio donde estar, vaya lo que tienen que ver”. Y sin embargo, al poco tiempo, lo entendí.

Cuántas veces hemos hablado tú y yo de que educamos a nuestros hijos entre algodones, que evitamos que vean las penas de los demás, que nos hemos vuelto insensibles ante las desgracias porque con el solo gesto de cambio de canal pasamos a otra cosa… Por eso, quizás, no está de más el ‘atrevimiento’ de esas madres que deciden que sus hijos deben ver la realidad, y compartir el dolor, no solo de su mamá sino de otras muchas personas que hay a su alrededor. Yo te aseguro que nunca vi caras largas en esos niños y sí manos apretadas a la mano que aman. Como diciendo: “No te dejaré sola, siempre me tendrás”. Y esa fuerza que te transmiten tus hijos, en esos momentos cruciales de tu vida, te dan eso… vida. Ganas de seguir luchando.

En mi familia viví de todo, desde hermanos que no contaron a sus hijos pequeños qué me estaba pasando, no fuera a ser que no lo entendieran, o que su mundo de algodón rosa se fuera a oscurecer con la noticia, hasta quienes lo contaron y sus hijos preguntaban sin miedo cualquier duda que les surgía. Evidentemente, no es igual la manera de explicar tu enfermedad a un niño muy pequeño que a un adolescente. Pero te digo que no sé qué es peor. Quizás lo segundo, por eso te entiendo.

Cuando me diagnosticaron cáncer de mama, mis hijos estaban en momentos muy importantes de sus vidas. El mayor, en su recién estrenado trabajo, feliz, eufórico. La vida le sonreía y se abría ante él ya como adulto. Mi hija estaba en un momento complicado, con muchísimo estudio por el 2º de Bachillerato y la PAU, la decisión sobre qué carrera estudiar, un torneo muy importante de vóley ese mes… Y voy yo, y les tengo que dar el notición. Me sentía terriblemente culpable de chafarles sus vidas. Así que tardé mucho en contar el diagnóstico y lo hice poco a poco. Primero, diciendo que si habían visto algo extraño en la ‘mamo’; días después, les fui dando resultados de pruebas a goteo… Hasta que cuando ya se habían hecho un poco a la idea di toda la información.

Y es que quise esperar primero a digerirlo yo. Y también a que me diera tiempo a hablar con la tutora de mi hija, con su entrenadora y con alguna madre de sus amigas. Estas conversaciones fueron cruciales para tranquilizarme, y nunca podré agradecer lo suficiente lo que estas mujeres me ayudaron para afrontarlo.

Creo que es muy importante que tú sientas que todo está controlado. Esa sensación de que, como madre, está organizado todo y sigue la rutina, para que el nido se desbarate lo menos posible.

Pero, después, mis hijos ‘exigieron’ una información detallada de todo el proceso. Los síntomas, los posibles efectos secundarios, el tiempo que duraría el tratamiento… Y yo les contestaba muy animada, como quitando importancia.

Miraron por Internet, buscaron libros y, por supuesto, quisieron acompañarme a alguna sesión de quimio y de radio y a alguna consulta. Estuvieron a la cabecera de mi cama en la operación. Vieron a otros jóvenes como ellos que estaban pasando por esta enfermedad y… estuvo bien. Entendí a aquellas madres ‘atrevidas’.

La vida de tus hijos cambia, porque tú cambias ya de por vida. Tus valores, tu sensibilidad, tus prioridades… Pero eso nos ayuda a madurar a todos, a unirnos más, a hablar más en familia, a expresar sin tapujos nuestros miedos, nuestras inquietudes, nuestros sueños, a darnos más besos y decirnos con más desparpajo que nos queremos.

Y la vida sigue. Eso es lo mejor. Aun con todos los cambios a los que debemos adaptarnos, sigue y nos arrolla. Porque nuestros hijos arrollan a su paso y siguen viviendo con más intensidad si cabe. Sin apenas cambiar sus ritmos, sus salidas, sus diversiones; así tiene que ser. Sin sentirse culpables de disfrutar. Porque tú eres feliz al verles felices.

No le tengas miedo al futuro. El futuro está en ti y está en ellos.

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