cáncer de mama, relato

Olga, aquella mujer que a final de los años 80 acabó su carrera de Filología Inglesa en Madrid y poco tiempo después se convirtió en profesora de Secundaria, se sentía libre, vivía en un pisito pequeño en el centro de Madrid que sus padres le habían regalado. Era feliz, no tenía que rendir cuentas a nadie, y con su primer sueldo se marchó sola la París un fin de semana, donde se sintió como un pájaro libre, una experiencia única, decía ella.

Poco tiempo después, conoció a Jaime, un profesor de Literatura, amante de los viajes, como ella. Entablaron una bonita amistad que se convirtió en relación. Olga hizo hueco en su casa y Jaime se fue a vivir con ella, y aunque mantenía su apartamento, ambos decidieron que de vez en cuando cada uno estaría en su espacio.

Su vida empezó a correr, muy deprisa, viaje tras viaje, en pocos años, habían recorrido toda Europa y gran parte del mundo. A veces, Jaime le pedía que parasen un poco y formalizasen algo más su relación, él se moría por ser padre, cosa que Olga no compartía, y así se lo hizo saber:

– Si quieres ir en busca de otra chica, estás en tu derecho, lo entiendo pero no me pidas más de lo que te doy- contestaba ella.

El pobre Jaime, descontento, asumía que ella era así y nada iba a conseguir. Entonces, se marchaba una temporada a su apartamento hasta que Olga lo llamaba, le hacía una cena romántica y volvía a sus brazos.

El tiempo iba pasando, ya era finales de los 90, Olga andaba por los 36 años, y sus deseos de viajar, recorrer países y lugares diferentes iban en aumento. Fue una noche en Buenos Aires cuando tras un día largo, después de patear toda la ciudad, decidió darse un buen baño antes de irse a la cama. Jaime se había quedado dormido y ella pensó: voy a dedicarme un buen rato. Apenas se metió en la bañera y empezó a enjabonarse, notó en su pecho un enorme bulto, al principio se asustó pero pensó que no sería nada, quizá una señal de llevar tanto la mochila colgada de la misma manera, o el sujetador apretado, y decidió aparcar ese problema para la vuelta a Madrid, y así lo hizo.

Llegó un domingo por la noche, y el lunes por la tarde ya estaba en una conocida clínica de la mama de Madrid cuyo jefe médico era un amigo de la familia. Le hicieron un montón de pruebas, y dos días más tarde, le confirmaron lo que ella sospechaba, un cáncer de mama, triple negativo, así lo dijo aquel doctor, al quien ella pidió que callase y no le diera más información.

El médico le dijo que tenían que hacerle una mastectomía en la mama derecha y que debían de analizar bien la izquierda pues había serias sospechas de tener afectadas ambas mamas. Olga iba sola, no quiso que nadie se enterase de lo que estaba pasando, pero el médico le recomendó que en la próxima visita viniera acompañada. El médico se ofreció a llamar a su hermano, cosa que ella rechazó.

-Está bien -le dijo- pero si tengo mal los dos pechos quítenme los dos; ¿dónde firmo?

Salió de aquella consulta y lo primero que hizo fue llamar a Jaime para decirle que la relación que mantenían acababa; así de frío, sin dar explicaciones, sin contarle el verdadero motivo. Le dijo adiós y justo cuando se estaba despidiendo de él para siempre, se dio cuenta de que lo amaba pero tenía que dejarlo marchar.

15 días más tarde de aquella cita, Olga, acompañada de su hermano y su cuñada, ingresó en el hospital para ser intervenida. La enfermera entró en la habitación con un gel de color rojo y le pidió que se duchara y saliera solo con una bata y gorro que ella misma también le dio.

Olga se miró en el espejo, no era demasiado coqueta pero le gustaba su cuerpo, no era muy alta ni muy baja, era delgada, aunque no demasiado, recordó cuando Jaime le decía que tenía una piel muy bonita y que le gustaba su cuerpo, ese que ahora iban a mutilar. Mutilar, esa palabra que utilizó siempre que hablaba de su cáncer de mama. Salió de la operación, y afortunadamente, solo le quitaron la mama derecha. Abandonó su vida anterior, esa que tanto amaba, tan libre, con sus viajes, con su renuncia a la maternidad, amante de buenos restaurantes, de cines y teatros, y ahora esto, un cáncer. Se quejaba en silencio con bastante frecuencia de la enfermedad, que puso patas arriba su vida y todo aquello que tanto amaba.

Olga estuvo un curso entero recuperándose físicamente de la enfermedad, psíquicamente nunca lo consiguió. Sesiones de quimioterapia, de radioterapia, incluso le ofrecieron la posibilidad de reconstruirse. Ella no lo aceptó. Su médico de cabecera la vio mal y le recomendó ir al psicólogo o meterse en alguna asociación para ayudar a otras mujeres. Para entonces, Olga había iniciado su decadencia a marchas forzadas. Le dieron el alta y se dedicó a ir de su casa al trabajo y del trabajo a su casa. Algún que otro fin de semana visitaba a sus padres, y ocasionalmente iba al cine; no se arreglaba, apenas tenía amigas, y las que tenía, la llamaban, y hartas de sus evasivas dejaron de llamarla. Olga se quedó sola, como ella misma decidió.

Durante mucho tiempo fue tal su abandono que se duchaba muy de tarde en tarde y sin mirarse al espejo, ni siquiera se compró prótesis para rellenar el sujetador, a veces se metía unos algodones, otras nada, fue tal su abandono, que hasta dejó de ir a las revisiones. Su amigo, el doctor, la llamó y le echó una bronca, y casi la obligó a que se presentara en el hospital a citarse para todas las pruebas. A desgana lo hizo, y afortunadamente, todo le salió bien. Ese mismo día vio como su Jaime salía del mismo hospital acompañado de una mujer con un niño pequeño de la mano, quien le llamó papá. Habían pasado menos de tres años y Jaime había rehecho su vida demasiado pronto. Se le llenaron los ojos de lágrimas, pero ella misma reconoció que él tenía derecho a vivir, a ser padre, como tanto deseaba… Pero, tan pronto…

Esa misma tarde decidió solicitar el traslado y marcharse a vivir con sus padres, ya algo mayores, a Cantabria, su tierra. Días más tarde, le contestaron admitiéndola en otro instituto de Santander para el curso siguiente. Y se marchó. Nadie supo de ella. No se aceptó, ni aceptó la paternidad de su compañero de viajes; Olga dejó de quererse y volvió a ese lugar que antes contaba ella que la tenía atada.

Cuando oí su historia la critiqué; mal, por mi parte. Ahora que ha pasado tanto tiempo, la entiendo, reconozco que me costó entenderla, la veía un poco soberbia, no aceptaba su enfermedad, aunque nunca se quejó, dejó de gustarse, se sentía insegura, tenía miedo a que la enfermedad volviese de forma más agresiva, y de esa manera ella manifestó su sufrimiento. De golpe, se dio cuenta de que necesitaba a su gente, se sentía culpable por no haber estado con los suyos en otros momentos, sin embargo, su familia nada le tuvo en cuenta y la recibió con los brazos abiertos. Seguro que le dieron todo el cariño que necesitaba, que era mucho. Espero que haya superado todos esos miedos que no la dejaban vivir, así como también espero que se haya mirado en el espejo y la nueva Olga salga a la luz.

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