Los siglos XIX y XX fueron testigos de la creación de colecciones de «curiosidades», llamadas así, justamente, porque estimulaban este sentimiento. Originarios de China y de Japón, estos objetos exóticos, ornamentados con fantasiosas decoraciones realizadas con materiales diversos, a menudo desconocidos en Europa, cautivaron a Occidente, además de suscitar un insaciable interés por Asia, seducir a los amantes del arte y ejercer una profunda influencia en las artes gráficas europeas. Este fascinante período despertó más de una afición: Alfred Baur (1865-1951) se inclinó por el coleccionismo; Alfred Cartier (1841-1925) y sus tres hijos, Louis (1875-1942), Pierre (1878-1965) y Jacques (1884-1941), por la creación. Si bien las piezas de inspiración asiática de Cartier son muy conocidas, el contexto histórico y cultural en el que se inscriben no lo es tanto. De ahí que surgiera la idea de mostrar estas joyas junto a las colecciones de la Fundación Baur, Museo de Arte del Extremo Oriente de Ginebra. Este sorprendente encuentro revela un descubrimiento compartido e inesperado: las aventuras asiáticas de un apasionado amante del arte y de un imaginativo joyero, reunidas en una historia que combina fantasía y realidad.

La incertidumbre de la vida en la Suiza del siglo XIX obligó a muchos ciudadanos a abandonar el país. La escasez de productos agrícolas y las reiteradas crisis industriales hicieron que padres, hijos, y hasta familias enteras, decidieran probar fortuna en otro lugar. Muchos emigraron a América o a Asia, donde parecía que las oportunidades de éxito eran mayores. Fue así cómo, en 1884, Alfred Baur se embarcó rumbo a Ceilán (la actual Sri Lanka), colonia de la Corona británica. Al mismo tiempo que aprendía los principios básicos del negocio de la importación y exportación, el joven Baur descubrió una isla y una forma de vida que le cautivaron. Conforme iba adquiriendo experiencia se le iban abriendo nuevas puertas. Empezó a comprar tierras para destinar a plantaciones y más adelante abrió un próspero negocio de fabricación y venta de fertilizantes. En 1906, tras haber residido veintidós años en Colombo, regresó a Suiza, desde donde seguiría supervisando su empresa.

Curioso por naturaleza e irresistiblemente atraído por Asia, Alfred Baur realizó sus primeras compras como coleccionista a principios del siglo XX. Inicialmente mostró interés por los objetos que entonces estaban de moda y que se exhibían en los pabellones de las exposiciones universales. Había curiosidades de distintos tipos: porcelanas de Satsuma pintadas con esmalte y oro, accesorios para espadas, tallas, esculturas de marfil o bronce, grabados en madera, netsukes y piezas lacadas, piedras semipreciosas chinas, cloisonnés de brillantes colores, y frascos para rapé. Baur sentía predilección por los objetos pequeños que podían guardarse fácilmente en un cajón, pero esta restricción logística no duraría mucho tiempo. El largo viaje por Oriente que emprendió con su esposa entre 1923 y 1924 supuso un punto de inflexión en el desarrollo de sus gustos personales. Tras visitar Ceilán, la pareja se dirigió a la India, China, Corea y Japón. Al regresar a Suiza, el ávido coleccionista depuró a conciencia su colección de objetos en boga y empezó a atesorar principalmente obras de calidad excepcional. Dado que no tenía hijos, se apresuró a planificar un futuro para sus valiosas colecciones. Quería proteger la obra a la que había dedicado toda una vida. Finalmente creó, de la mano de una fundación, el museo que hoy existe en Ginebra.

Cartier es, por encima de todo, el nombre de una dinastía de joyeros parisinos. Su historia comenzó con la creación de un taller en 1847, que se fue desarrollando de generación en generación y según los caprichos del destino. Gracias a la perspicacia y la experiencia, la firma Cartier consiguió granjearse, primero la confianza de la aristocracia europea, después la de la realeza y, finalmente, la de la alta sociedad internacional.

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