Suena mi teléfono, es mi hermana. Ella está al tanto de todo, sabe que tengo un cáncer de mama y que me han hecho una mastectomía en el pecho izquierdo, sabía que iba a ir a la oncóloga a por los resultados de anatomía patológica.
-¿Qué tal, qué te ha dicho el médico? Me pregunta.
-Lo que me esperaba, he estado un rato hablando con la doctora, me ha dicho que es mejor que me den unos ciclos de quimioterapia, solo cuatro sesiones, el tumor es pequeño y no es muy agresivo, pero hay que hacerlo, para asegurarse. Le he preguntado que si se me va a caer el pelo y me ha dicho que casi seguro que sí, y me ha recomendado que me vaya mentalizando. Le he dicho que iba de fiesta el domingo, se ha reído, y me ha dicho que vaya y que el lunes a las 8,30 esté en el hospital.
Era martes, no tenía ganas de pensar en nada y me fui a la peluquería a cortarme el pelo. La peluquera es mi amiga y me hizo un corte que reconozco que me gustó porque me vi bien con mi nuevo look. El domingo fui a mi fiesta, y me divertí todo lo que pude, casi nadie sabía que al día siguiente empezaría mi tratamiento de quimioterapia, tampoco lo conté.
El lunes, a las 8,30 estaba en el hospital, me sacaron sangre y me dijeron que me fuera a desayunar; había que analizar mis defensas, y los resultados tardarían un buen rato. Así lo hice, tomé un café con leche y dos porras, con azúcar, me apetecía, y decidí que a partir de ese momento no me iba a andar con miramientos. Iba acompañada de mi marido, el pobre no dijo nada. Cuando me zampé mi desayuno, volvimos a la consulta de oncología. Apenas llegamos, me llamaron, me dijeron que mis defensas iban bien y que pasara a mi primera sesión, ahí ya me asusté un poco.
Entré en aquella enorme sala llena de sillones azules con enfermos sentados y cada uno con una especie de percha en la que colgaban unas bolsas amarillas tapando el líquido que entraba en sus venas. Había personal médico, pacientes… y solo un sitió vacío esperándome. La enfermera que preparaba los tratamientos iba informándome de todo lo que podría sucederme; ya me lo había dicho la oncóloga, me recomendó que trajera algo para leer y que me tranquilizara, incluso me dio un Orfidal para relajarme… Y aquello empezó a entrar en mi cuerpo, sentí una sensación extraña. Cuando le tocó al líquido rojo… Desde entonces, le tengo manía a las bebidas de ese color. Ya sabía yo que ese era el que iba a hacer que me quedara sin pelo, pensé: a lo mejor a mí no se me cae.
Tras casi tres horas, se acercó la enfermera que me retiró la vía, salí del hospital, mi marido me esperaba con el coche en marcha, monté y no quise hablar, ya casi llegando a casa él me pregunto qué tal estaba. Le dije: -De momento, no noto nada, solo tengo ganas de llegar a casa.
Y llegué a casa y comí, no recuerdo qué, pero sí recuerdo que yo misma dejé la comida hecha el día anterior, cómo hago siempre. Me gusta cocinar para mi familia, y muy mal tengo que estar para no hacerlo. Después de comer, no dejé a nadie que me ayudase a recoger la cocina, nunca he querido ser ni parecer una inútil, yo cuando me vaya, me gustaría hacerlo de pie, como los árboles.
No pude acabar mi tarea, empecé a sentir una especie de mareo extraño, me fui al sofá del salón, intenté tumbarme pero no podía tampoco estar tumbada, según avanzaba la tarde iba sintiéndome peor, así, hasta cuatro días seguidos, sin ganas de comer y sin fuerzas. Lloré, pensaba que me iba a morir porque jamás me había sentido tan mal. Eso pasó; al quinto día, volví a comer, y empecé a sentirme mejor. Era verano, de día casi nunca salía, por la noche salíamos a pasear, a veces, nos sentábamos a tomar un helado, recuerdo que el helado me apetecía, es increíble la paz que me daban aquellos paseos.
Todas las mañanas, me miraba en el espejo y me peinaba, pensaba que lo mismo a mí no se me caería el pelo… Pero, no, a los diez o doce días de esta primera sesión de quimio, noté una sensación extraña en la cabeza, el pelo empezó a quedarse en el cepillo, en las manos si lo agarraba…
Yo tenía ya seleccionada mi prótesis peluda, porque a pesar de mi deseo de no quedarme calva, mi amiga Paloma me llevó a una tienda de pelucas portuguesas, que por cierto, cuando se enteraron para que iba a servirme mi doble cabellera (casi igual que el pelo que llevaba), me la rebajaron un montón.
Los días iban pasando, me quitaba la peluca fuera del espejo y me ponía el pañuelo, incluso me lo dejaba para dormir, no quería que mi marido me viese sin pelo, cuando el nada decía, respetaba mi decisión en silencio. Esa fue su forma de actuar en todo momento.
Recuerdo que una noche fui a ponerme el pijama, cerré la puerta del baño y me puse delante del espejo, desnuda, sin pecho y sin pelo, no lloré, increíblemente, me acepté. A partir de ese día no tuve miedo al espejo, eso sí, solo yo podía verme.
Pasaron 21 días, y llegó el segundo ciclo, de vuelta al hospital, igual que antes en la sala de los sillones azules con bolsas amarillas. Esta vez fue otra enfermera la que hizo los preparativos. No me conocía, pensaba que era el primer día, y me volvió a contar lo mismo, yo iba con mi peluca y me dijo:
-Se te caerá el pelo.
La miré y me sonreí. Le dije: -La traigo puesta, este es mi segundo ciclo.
No dijo nada y se fue porque otro paciente la llamaba. Saqué mi librito de sudokus e intenté hacer uno, no me concentraba y empecé a observar al resto de los enfermos, uno a uno, imaginé cómo sería su vida fuera de aquella sala. Había gente de todo tipo: un señor a quien le gustaba mucho leer y en voz alta decía que libro estaba leyendo; una señora que llevaba un gorro que me gustó, y a mi lado había una extraña mujer con unos labios y ojos mal pintados, mal vestida, mal peinada, ella tenía pelo, me contó su vida, al parecer había sido prostituta y tenía un hijo que no quería saber nada de ella, era el amigo del hijo el que la llevaba. ¡Pobre mujer! Me di cuenta de que desgraciadamente mucha gente de distintas edades y clases sociales tienen cáncer.
Terminó mi sesión, mi marido me dijo: -Ya te queda solo la mitad.
Me consolé un poco, esta vez fui con él dando un paseo hasta el coche, incluso me llevó a ver la universidad donde mi hijo iba a examinarse de Selectividad. Yo no hablaba para no preocupar a mis seres queridos, pero pensé que a lo mejor no iba a ver a mi hijo hacerse mayor. De momento, ahí anda mi niño, hecho un hombre y terminando su carrera, y yo, todas las mañanas le preparo el desayuno, porque me gusta.
Los cinco días siguientes, mal, solo podía tomar un poco de leche, jamón york y fruta fresca, que la mayoría de las veces vomitaba. Aun tomando un medicamente llamado Primperan, no tenía ganas de nada, pero sabía que eso pasaría. A veces, me daba por pensar que si me muriese, mi familia no sabía dónde tengo mis cosas importantes. Un día, le conté a mi hijo que es lo que tenía que hacer si me pasaba algo. Le sentó muy mal. Le dije: -hijo la muerte es algo de lo que nadie se va a librar, yo quiero que hagas lo que te pido.
Le dije que ya no quería que me incineran, pues sería muy complicado tirar las cenizas, que quería que me enterrasen junto a su padre (suponiendo que yo me iba a ir antes). Bueno, si es que su padre lo deseaba y no se casaba con otra. A todo esto, mi marido no decía nada, ni caso
Y llegó el tercer ciclo, ya había asumido todo lo que me iba a suceder… Nada mejor que aceptar las cosas. De nuevo, la sala, a ocupar el sitio vacío, esta vez en medio de una jovencita, quien estaba muy asustada porque era su primer día, y de un joven que ya llevaba algo más. Les hice una especie de saludo, me senté y puse mi brazo sobre aquel cojín donde la enfermera me inyectó. Cerré los ojos y me consolé pensando que a pesar de mi desgracia era una privilegiada. Yo tenía gente que me cuidaba, un hogar confortable… Pero nunca la felicidad es plena, siempre hay algo que te recuerda que el mundo no es perfecto.
Y por fin, mi última sesión, ya sabía yo que aquella tarde tocaba sofá, y estómago revuelto, tenía hongos en la boca que me impedían comer, y hongos en las uñas de los pies. Esperaba a la noche para dar un paseo acompañada de mi marido, nos sentábamos en un banco y hablábamos de nuestras cosas. Él decía: -Cuando estés un poco mejor nos vamos unos días a la playa, si te apetece.
Me gusta el mar, la playa del Levante, él lo sabe. A final de agosto, fuimos unos días a la playa. Recuerdo que cuando me vi sentada en la orilla se me saltaron las lágrimas… Había pensado que no volvería.
Fue allí donde medité y asumí que a partir de ese momento solo iba a vivir el presente. Afortunadamente, fui mejorando. En septiembre, me quité la peluca, la metí en su caja y la coloqué en un lugar muy alto del armario, tenía el pelo muy corto pero me sentí liberada. Mi pelo empezó a crecer rápido, mucha gente me decía que estaba muy bien con el pelo corto. Me gustaba cuidar mi imagen, volví a mi vida. Reconozco que yo ya no era la misma, aprendí a valorar otras cosas menos materiales, a disfrutar de mi familia y de mis amigos y de mis relatos, estos que cuento, unos mejor que otros pero tampoco aspiro a ningún premio literario, aunque (modestia aparte) me han ofrecido publicar un libro.
Fue una etapa muy dura la de la quimioterapia, la pasé. Espero no volver a la sala de los sillones azules con bolsas amarillas, pero si así fuera, ya sé cómo ir.
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