Hace tiempo que se instaló en su mente la idea de volver. Ante la insistencia de sus sentimientos, sacó dos billetes. Uno para volver al pueblo y otro para regresar a su infancia. Con un resoplar de aire comprimido se cerraron las puertas de aquel tren. Sintió la vibración al ponerse de nuevo en marcha sobre los raíles. Pegó su rostro al cristal, como cuando era niña, y descubrió a lo lejos la silueta de las grandes chimeneas de la vieja alcoholera, hoy, mero recuerdo de tiempos pasados, que los vecinos del pueblo dejaron como reliquias de culto. Las cigüeñas tomaron posesión de estos vestigios de la que fuera una actividad floreciente hacía más de tres décadas. Ya ni estas aves regresaban al pueblo, porque no sentían la necesidad de marcharse.

Al bajar del tren, siguió con la vista como su silueta desaparecía hasta que sólo fue un punto negro en el horizonte. La mujer se tomó la licencia de saborear la mezcla de olores que impregnaban el ambiente y llegaban hasta sus sentidos. Todavía albergaba en su memoria esos retazos de olores conocidos. Cogió su pequeña maleta y aceleró el paso en dirección al pueblo; descubriendo que no bajó nadie más en la vieja estación, y agradeció esos momentos de soledad. -Es tiempo de vendimia, y he vuelto -Susurró para sí misma.

Paralelo al camino de la estación divisó el camino del cementerio, y antes de que sus ojos se enrojeciesen por amenazantes lágrimas, sintió la sensación de que se trasladaba definitivamente al otoño de aquel año. Cerró los ojos, acarició el sobre que llevaba en uno de sus bolsillos, levantó la cabeza y robó al viento del Norte, aquel olor que sentía suyo. -Solo nuestro – Susurró de nuevo.

Otoño de 1963. María apresuró su paso. Tenía que llevarle a su padre las medicinas que el médico le había recetado aquella misma mañana. Llevaba martilleando en su cabeza las palabras de su madre.

-No te entretengas con nadie. Ve a la bodega a llevar este encargo, y luego como tienes el día perdido en la escuela, me ayudarás con las tareas de casa.

María se preciaba de que le gustase acudir a la escuela, sin embargo, no podía hacerlo con la asiduidad que ella desearía. A la enfermedad de la abuela y a la ayuda del cuidado de sus hermanos pequeños ahora se había sumado la enfermedad de su padre. Lo recordaba tosiendo una y otra vez sobre pañuelos de cuadros, que su madre retorcía en el lavadero junto al pozo. La niña caminó apresuradamente por el camino polvoriento de la estación, que lleva a la bodega, un enorme edificio de fachada recién encalada, detrás divisó las altas chimeneas de la alcoholera, dibujando en el cielo figuras amorfas con velos de vapor de agua. Unas nubes opacas amenazan granizo. A lo lejos divisó a su padre secándose el sudor con el mismo pañuelo de cuadros sobre el que tose y conversa al mismo tiempo con algún otro paisano que le ofrece tabaco de picadillo. No lo rechaza. Ambos lían los cigarrillos y siguen con la tarea rutinaria de prensar la uva.

-Menos mal que vamos progresando, Prudencio. Nuestros padres pisaban las uvas con sus pies.

-Sí, Demetrio… Me pregunto: ¿cómo la pisaran nuestros hijos?

Demetrio sonrió al ver a su hija entrando en la bodega y su interlocutor congeló la respuesta en sus labios.

* * *.

Mí querida María: Te escribo estas letras mientras fumo el que probablemente sea uno de los últimos cigarrillos de mi vida. Sé que no debería hacerlo, que este vicio maldito me está empujando a abandonar este mundo prematuramente, a abandonarte a ti, mi pequeña; pero la ansiedad que me produce su falta es como un monstruo que me domina y me empuja a caer en él una y otra vez. Total, ahora, qué más da, la suerte está echada y no hay vuelta atrás, por mucho que a mí me hubiera gustado acompañarte unos pasos más en tu andar por la vida. Esta carta no pretende ser una despedida. Todavía eres muy niña para entender mi marcha y de nada servirían explicaciones absurdas. Es probable también, al menos esa es mi intención, que no leas estas letras hasta dentro de unos años, cuando tengas la capacidad y el entendimiento suficientes para comprender lo que en ella quiero trasmitirte. Tampoco deseo darte consejos, nunca fui muy dado a ello, ni me siento capacitado para dar lecciones a nadie, lo único que quiero es que estas humildes palabras queden grabadas en tu mente a fuego para que no olvides nunca lo que eres y de dónde vienes. Eres diferente a tus hermanos, María. Lo supe desde el mismo día que saliste del vientre de tu madre y te oí llorar. Lo hacías con fuerza, con determinación, como si quisieras anunciar tu presencia al mundo para que el mundo te tuviera en cuenta, y así fuiste creciendo, alegre y pizpireta, despierta, soñadora, irradiando vida por cada poro de tu piel, esa vida que hoy me toca abandonar a mí y que tú has de recorrer por un camino que preveo largo y feliz. Sé que hoy hay muchas cosas que te hacen sentir triste. Ese jersey amarillo que sólo luces al derecho en la misa de los domingos, esos vestidos que lleva Nuria y que a ti tanto te gustaría lucir, los zurcidos de los calcetines, los zapatos blancos de verano teñidos de negro al llegar el invierno… A veces me siento culpable por no haber hecho lo que hicieron muchos, marcharse a la ciudad en busca de una vida mejor que casi todos acabaron encontrando, porque bien es cierto que aquí… la tierra tiene lo que tú levantas de la tierra. Nada más tiene. Y a veces no tiene ni eso. Estamos a merced del viento, de la lluvia, del granizo que un día aparece de repente y arrasa los viñedos llevándose lo poco que nos podían regalar. Sí, María, seguro que en la ciudad no sería necesario que tu madre le diera la vuelta al jersey amarillo porque tendrías jerséis de los colores del arco iris, ni habría que zurcir los calcetines, pero… nací aquí y aquí he de morir. Surgí de la tierra como los viñedos que nos dan lo poco que tenemos y como a ellos, las raíces fuertes y firmes me atan al polvo del camino, a una vida que tal vez no sea la mejor, pero sí la más plena para mí. Ten por seguro, hija mía, que si hubiera dejado esta tierra seguramente la ciudad hubiera acabado conmigo antes de esta enfermedad que está minando mi existencia. Lo único que deseo es que no te olvides que de aquí surgiste; que esta tierra, a veces seca como el vientre de mujer infértil, a veces fructífera y generosa, es la madre que te dio la vida y que esperará tu regreso con impaciencia. ¡Vete, María! ¡Vuela! Y el día que te sientas con fuerzas, el día en que sientas tu corazón envuelto por la melancolía y el gélido viento del norte murmure tu nombre en su ulular por las esquinas, entonces, regresa y fúndete con la tierra, con el sol, con los viñedos, con las eras, en el río… y con este recuerdo mío que te estará esperando sin remedio. Te quiere, tu padre.

0 comentarios

Dejar un comentario

¿Quieres unirte a la conversación?
Siéntete libre de contribuir!

Deja una respuesta