De forma casi genérica, estar acompañado a la hora de enfrentarnos a un problema, determina casi por completo la aptitud y la fuerza con la que nos enfrentamos a ellos. Cuando nos enfrentamos al diagnostico de un tumor, el apoyo de la familia y amigos, reduce el choque y el estrés del impacto que produce en nuestra vida en un primer momento. Desde el día del diagnostico, hasta el punto de comenzar la respuesta con los tratamientos adecuados, producimos un salto rápido, e incluso violento, en donde nuestra actividad diaria se deforma. Esos momentos son los más difíciles del camino que debemos comenzar a trazar.
Como hermano, la llegada de una enfermedad grave a mi familia (como en muchas otras) de improvisto, me produjo desorientación en un principio. Se presenta una situación de la que carecemos de conocimiento o experiencia alguna, en donde la forma de actuar de nuestros seres queridos más cercanos cambia radicalmente. Tus padres y tu hermano/a pasan días y noches en un hospital. La frustración y la ignorancia hacen un vacío que hacen tristes tus días. Personalmente, yo carecí de información hasta avanzada la enfermedad, e incluso cuando mi madre se atrevió a contarme de qué se trataba, seguía careciendo de conocimiento, hasta que la rutina de ese nuevo camino me revelaba lo que suponía padecer un cáncer. Hoy comprendo que la clave para el hermano se determina por su edad. Un niño puede saber o aprender, y defenderse con el conocimiento que adquiere o que le enseñan, mientras que un joven sabe y aplica, aunque de igual modo conoce y teme. Y para ambos casos, la comprensión, y la aplicación de atención, de forma compensada entre hermanos, por parte de amigos y familiares, es el mejor tratamiento que pudiéramos darles.
En ningún momento me sentí culpable, y aunque no fuera mi caso, podría darse la situación en la que tanto un hermano/a mayor como menor pueda sentir cierta culpabilidad. El desconocimiento y la duda hacen que pensemos alternativas, dado que nos sentimos lejos o desplazados del enfermo o nuestros padres. Incluso, en ciertos casos, en los que la situación no deja más alternativa, la atención hacia el hermano/a resulta floja o cansada, produciendo cierto recelo que con el tiempo, resulta un rencor o acumulación de impotencia complicada de disuadir o tratar. Así lo sentí yo, aunque supiera del tratamiento al que se enfrentó mi hermano, o a la falta de tiempo de mis padres entre trabajo-hospital-casa y la propia inestabilidad psicológica a la que ellos mismos también se enfrentaran. Durante esos años, aprender fue algo a lo que me enfrenté solo en todos los sentidos, y aunque eso me hiciera madurar de forma más rápida, el recelo aun sigue en mí. Negaba cualquier ayuda posterior, aunque interiormente la pidiera o necesitara, de forma instintiva, me pido autosuficiencia. Actualmente, a partir de una edad de razonamiento debido, aconsejaría la comunicación de cualquier avance o retroceso del progreso de la enfermedad entre la familia para una mayor integridad y estabilidad.
Resulta difícil y lenta la adaptación a una nueva rutina, pues quizás la primera reacción que tenemos es pensar como fue y contemplar cómo es ahora. Afrontar los cambios. Cuando los hermanos sentimos este cambio importante, resulta extraño comprobar que realmente lo sufrimos de manera indirecta, no tan radical como el propio paciente, ni tan incesante como los padres. Afronté la responsabilidad de mantenerme yo mismo, realizar las tareas del hogar en ausencia de mis padres, las tareas diarias de mis obligaciones escolares, los viajes en medios públicos que antes realizábamos juntos, comidas, limpieza y, por supuesto, visitar a mi familia allí donde estuvieran. Allí donde nunca me atreví. Quizás el cambio más grande que noté, fue como el hospital se convertía en nuestro segundo hogar, adaptarnos a él y sus funciones. Nunca lo logré del todo. Con sinceridad, realicé pocas visitas a mi hermano durante su estancia allí el primer año, y escasas veces podía resistir allí un día entero. Y ante todo, con ello, comprendí la fuerza que un padre o una madre tiene por sus hijos, y por encima de todo, no solo por el diagnosticado, sino el sacrificio que están dispuestos a realizar por ambos hijos. No de inmediato, pero con el tiempo, todos los hermanos acabamos comprendiendo esa falta de cercanía, e incluso agradeciéndola por el amor que significa.
La palabra se hace difícil, y la comunicación se volvió distante, quizás por falta de tiempo o incomodidad de la situación. En los periodos de descanso o recaídas, lo extraño resultaba ser: estar de nuevo en casa unidos como antes. Momentos esenciales para la unión, y con el tiempo, eran los remansos de paz que yo tuve. Con anterioridad, la relación con mi hermano resultaba intensa. No podía marcharme si no era con él y sus amigos, momentos en los que nunca consentía. Cuando la comprensión de la situación se hizo patente, apenas sin palabras sabíamos que la cercanía entre ambos se estrechaba cada vez más, y lo que eran peleas de hermanos, se hacían más tiernas, más suaves, de resultados más cedidos y más frecuentes. Hoy comprendo incluso mucho más de lo que podía llegar a imaginar, como sin darme cuenta, él decía y daba para hacerme feliz, enseñándome y dándome ejemplo. Como hermano mayor, y a pesar de su delicada situación, fue capaz de enseñarme, darme y aportarme lo que necesitaba para ser como esperaba que fuera en las pocas ocasiones que podíamos estar juntos, algo que ahora es patente, comprendo y que no olvidaré nunca.
Como padres, el papel es fundamental y la unión entre ellos no debe desestabilizarse, unidos o no, separados o casados. Momentos en los que el único medio de desahogo lleva incluso a la discusión incomprensiva. Numerosas veces vi a mis padres sin poder reconocer el cariño que siempre se tuvieron, en discusión durante días, en presencia de ambos, yo y mi hermano, para verles juntos de nuevo como si todo hubiera sido un mal sueño poco después. Esos momentos de debilidad intima, causaban un ensanchamiento en mi comunicación con ellos, pues produce un pensamiento dividido en cada parte en los que los pensamientos sobre cada uno chocan, pudiendo distanciar la relación individual con cada uno. Una vez tratamos de hablarlo en familia, y a pesar de la dificultad que supuso por la complejidad de la palabra abierta y sincera, resolvimos dudas que ni yo mismo me había preguntado hasta ese momento. Desde ese día, el desahogo familiar no acababa en discusiones paternales, y dio paso a un comienzo de comunicación abierta sin miedos.
Sin duda, no es nada fácil experimentar las sensaciones que conlleva el día a día de esta lucha, entre altibajos y moderadas estabilidades. Debes comprender que no eres el único, tener una objetividad clara e incluso lo más simple que puedas. La ayuda o el apoyo, siempre estarán cuando necesites pedirla, y no hay razón para no pedirla. Mantenerte al tanto de los avances nos ayuda a entender la tensión y las necesidades de nuestros padres y hermanos, y actuar del modo debido acorde a esas situaciones, librándonos de tensiones innecesarias, y acumulaciones de sentimientos que produzcan dolor o rencor a largo plazo. De igual modo, la comunicación entre padres es el mejor medio de repartir experiencias y evitar posibles errores. Incluso, puede ser una buena terapia de grupo social.
Todos tenemos por entendido lo que esta lucha significa. Concienciar al mundo de dar un apoyo, es el primer y principal paso hacia la acción de conseguir nuevas investigaciones. Integridad y solidaridad como medio. Mostrar una sonrisa y no un lamento, porque la risa y el bienestar es la mejor medicina que podemos darles.
Y como hermanos, mayores y menores, hacer cuanto esté en nuestras manos por ser el mayor apoyo posible, en donde ellos vean la esperanza y las ganas por luchar, por estar a nuestro lado, acortando las distancias que sintamos y mantener una familia unida. Entender y comprender las ausencias, los medios y ser tolerantes y pacientes en los tiempos de lucha.
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