No sé si este relato gustará o no, a aquellos que lo lean; yo cuento las historias de todas esas personas que he ido conociendo afectadas por esta enfermedad. Desgraciadamente, son muchas, y eso es bueno para mí porque significa que he pasado por muchas revisiones. Ana fue mi compañera de trabajo. Contar esto me ha enseñado a no tener miedo a morir, cuando pienso en Ana, o en otras personas cercanas a mí que ya no están, las echo de menos, tengo mi propia teoría sobre la muerte y pienso que cada uno tenemos un día destinado para nuestro último viaje. Pero si has pasado por una enfermedad de la que te cuentan que hay un riesgo alto de recaer, y que tienes que pasar días y días de pruebas médicas, en salas de espera, viendo y escuchando tantas cosas, no hay más remedio, así lo pienso yo, que aprender a vivir sabiendo que algún día, espero que lejano, también me tengo que ir.
Esta vez le toca a ella, Ana, mi compañera y amiga:
Todas las tarde, antes de empezar con nuestras clases, antes del jaleo de los alumnos subir y bajar escaleras, en aquel Instituto de FP, quedábamos Ana, Paloma y yo para tomar café y hablar un ratito, a menudo de cosas divertidas, de nuestras familias, de nuestra tierra, yo andaluza con acento pronunciado, ella zamorana con un castellano perfecto. Paloma, de Madrid. Ana, era (y digo era porque ya no está) generosa, noble, simpática y muy cariñosa, decía que no era rencorosa, el rencor era algo que no aceptaba, no aportaba nada y si no le interesaba a alguien, lo mejor, mirar para otro lado y apartarse. Eso lo aprendí de ella, y aún lo practico.
Trabajamos en el mismo centro durante 4 años, y en ese tiempo siempre nos llevamos bien. Su vida era feliz, sus tres hijos, ya mayores y casi colocados; su madre, una anciana con muchos años y Alzheimer, y su marido, un buen hombre. Tenían organizados los turnos de trabajo para cuidar de la madre ahora, y de sus hijos antes. Trabajaban: el de día, ella de tarde.
El último año que estuvimos juntas empezó a faltar con cierta frecuencia, a veces temporadas largas, hasta llegaron a ponerle una sustituta. Me extrañó mucho, y por más que pregunté, solo me dijeron que estaba de baja, incluso que había pedido permiso para cuidar de su madre, cosa que creímos los compañeros.
Después de muchos días sin saber nada de ella, apareció una tarde a la hora del café, sonriente, como siempre, pero traía una cara muy pálida y una peluca muy torcida. Nos imaginamos lo peor, y no nos equivocamos. Paloma, profesora de Estética e Imagen personal, sin preguntar nada, le dijo:
– Vamos al aula, te coloco esa peluca y le doy un poco de forma a tu flequillo.
Ana, con sus dos manos se giró la peluca y se la colocó, diciendo que así estaba bien.
Nos quedamos tan sorprendidas que no sabíamos qué decir. Hasta que fue Ana quien nos contó que tenía un cáncer, sin decir dónde y sin dejar que nadie preguntara más.
Me miró y me dijo:
-Tú, ya tienes bastante con el tuyo, de modo que no te voy a contar nada del mío. Lo tengo asumido y si esto viene a por mí, nada puedo hacer.
Estaba convencida de que esta enfermedad se la llevaba, lo único que hizo fue esperar a que llegara el momento, aunque sin dejar la lucha. A veces, nos contaba que cuando le daban la quimio, lo pasaba tan mal que no quería que la viera ni su familia, y salía a pasear al campo, allí vomitaba y hacía planes para su último viaje, ese que sabía que haría sola. Detestaba que sus hijos sufrieran con ella su decadencia, como ella la llamaba, tampoco quería hacer partícipes de su mal a sus compañeros. Me contó que si los médicos no lograban salvarla, los compañeros, tampoco, y no quería a gente a sus alrededor apiadándose de ella. Ana no quería ser motivo de compasión, no se pidió baja laboral, sabiendo que se la darían, y así fue. Yo procuré que no notara la lástima que me daba el pensar que estaba mal, pasé con ella muchos días. Ella lo llevaba bien, incluso, a final de curso, mejoró, aparentemente.
El curso siguiente, me cambié de Instituto y dejé de verla, aunque hablábamos mucho por email, pues ella tenía documentación muy bien organizada que me dejó al cambiar de centro y yo le agradecía. Cuando le preguntaba qué tal seguía, contestaba que bien. ¡Me alegraba tanto!
Pero no, no estaba bien, una noche de octubre, ya tarde, Paloma, me llamó para decirme que Ana había fallecido, venía del tanatorio, y el entierro sería al día siguiente por la mañana, en su Zamora querida. Sé que Paloma, mi fiel protectora, no quiso que fuera ni al tanatorio ni al funeral, por eso me llamó tan tarde, pensó que iba a afectarme, y decidió darme tarde la noticia, y me afectó. Sus hijos dijeron que su madre quiso morir sin despedirse, sin que nadie se enterase, y ellos cumplieron su deseo, pero lo que no sabían es que su madre era tan buena persona que todos los amigos y compañeros, los que se enteraron, acudieron a darle el último adiós.
Ana se murió de cáncer, en el estómago, creo. No quiso que nadie la compadeciera ni quiso que su familia sufriera al ver cómo se iba apagando; decidió compartirlo solo con su marido, que sufrió mucho sus últimos días y fue quien se quedó al cargo de su madre nonagenaria. Así se lo pidió, ella, que nunca pidió nada para ella, solo pidió que alguien cuidara de su madre.
Flory G.
Diciembre de 2016
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