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Mi cáncer llegó cuando estaba entrando en una de las mejores etapas de mi vida: recién disfrutando de la maravillosa adolescencia de los 40, esa que te revoluciona las hormonas, el cuerpo, la mente y a menudo la vida. Y aunque llegué con una herida profunda, este despertar a una nueva etapa, este volver a la adolescencia, me estaba brindando una segunda oportunidad para crecer, para abandonar muchos constructos sociales en los que estaba atrapada por condicionamientos externos, para abandonar sin pudor ni remordimientos, las relaciones y las situaciones tóxicas… Y así andaba yo, sobreponiéndome al pasado, asumiendo un nuevo presente, re-descubriéndome y re-descubriendo y re-ubicando mis más de 20 años de matrimonio, y de repente, en lo mejor de la fiesta… ¡zas! Un cáncer como una casa, de mama y bilateral.

Doy gracias porque llegó en este momento en el que yo me sentía más mujer que nunca, más segura de mi misma, más fuerte, porque –pasado el momento inicial de derrumbe y duelo, de aceptación- pude recogerme del suelo, tomarme en brazos y afrontar la noticia y el tratamiento llena de fuerza.

Y es que cuando te dicen que eres portadora de un cáncer, sabes que tendrás que librar dos batallas, una contra “el bicho” y otra contra ti misma.

Una lucha sin cuartel, sin tregua.

Una lucha diaria que se lleva muchísimo mejor con una sonrisa, lo que no quiere decir que no llore o que no tenga miedo muchas veces, pero ahora sé que soy fuerte, tremendamente fuerte y que incluso tengo poder para controlar cómo me afecta el tratamiento.

Así que imaginaos, entre mi nuevo yo, la adolescencia y está nueva visión de la vida que te dá el cáncer, me siento francamente feliz, a pesar de los “tropezones” el resto del tiempo vivo un maravilloso presente, diría incluso que un INTENSO presente, dejándome querer, derrochando amor y viviendo el tratamiento de concierto en concierto.

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